Autores
Pedro Serra
Palabras clave
Pie, métrica, atlas, Mercator, Góngora

25 noviembre, 2012

Cita

“But now that we are indeed globalized, there is no globe anymore! To take an example, when the cartographer Mercator transformed Atlas from a distorted giant supporting the Earth on his shoulder into a quiet and seated scientist holding the planet in his hand, this was probably the time when globalization was at its zenith. And yet the world in 1608 was barely known, and people remained far apart. Still, every new land, every new civilization, every new difference could be located, situated, housed without much surprise in the transparent house of Nature. But now that the world is known, people are brought together by violent deeds, even if they wish to differ and not be connected. There is no global anymore to assemble them.” (Bruno Latour, 2005: 27, col.I)

Latour, Bruno (2005), “From Realpolitik to Dingpolitik or How to Make Things Public”, in Bruno Latour e Peter Weibel, eds., Making Things Public. Atmospheres of Democracy, Karlsruhe-Londres, ZKM/The MIT Press, pp. 14-41.

Imagen: Wikipedia

Glosa

Es posible rescatar del archivo poético de los siglo xvi y xvii una ‘imagen’ que permite calibrar posiciones y límites de las categorías de ‘lugar’ y de ‘espacio’, recuperar conceptualmente el movimiento de sujetos y objetos en el espacio, definiendo proximidades y alejamientos: una imagen que permite, en fin, graduar la escala y la métrica de la fabrica mundi. He encontrado esa imagen –la de un medidor del mundo, un lápiz que traza el territorio, organizándolo y desorganizándolo, un medio móvil y que permite la movilidad en el mundo y del mundo– en la nave Victoria de Magallanes y Elcano, máquina de producción de lugares y espacios, máquina, en fin, que inventó el “globo metafísico” al que se refirió Peter Sloterdjik y que Bruno Latour ha apostillado recientemente (cf. supra).

Sugerente desafío a pensar nuestro presente imaginado bajo el signo de la “globalización”, es decir, multiplicando representaciones –en poderosas imágenes verbovisivas– del globo.La nave Victoria, emblema mayor del modo de inventar en los siglos de oro. Como artefacto de marcación espacial y localizador, la nave Victoria responde por la nueva cartografía mercatoriana que, suplantando a Atlas, produce el ‘globo metafísico’ que un simple y humano científico puede alucinar en la superficie de su mesa de trabajo. Veamos como este imaginario cartográfico puede tener implicaciones para el imaginario poético siglodorista. Me centraré en una imagen de la nave Victoria que encontramos en las Soledades de Góngora.

Consideradas en su inmediata recepción como un ‘paraíso hermético’, o un ‘huerto encofrado’, las Soledades, como es bien conocido, se despiden del ethos guerrero de la colonización y del canto épico apologético de los colonizadores y labradores de surcos en la superficie acuática del mar océano.[1] Deflación del ímpetu activo, de la pulsión militar, del arrebatamiento conquistador, en detrimento del recogimiento contemplativo, de la escritura como deseo de imaginación, de la poesía como excitación del exotismo. Góngora, en las Soledades, acabará por nombrar tan sólo una nave, una embarcación, un leño, excusando así la cifra poética de los nombres de los héroes. Se trata de la nao ‘Victoria’, “glorioso pino, / émulo vago del ardiente coche / del Sol” (Góngora 1994: 293).

La nao ‘Victoria’, la única de las cinco embarcaciones que regresa de la expedición de circum-navegación del globo acometida por Fernão de Magalhães y Juan Sebastián Elcano, pero, como es sobradamente conocido, tan sólo concluida por este último y otros dieciocho marinos de los doscientos y cincuenta y seis que integraban la expedición por los mares del Sur.

Primus circumdedisti me, reza la inscripción del escudo de armas de Elcano. En el escudo, además, la imagen del globo nos devuelve la conquista y clausura del territorio del Sacro Imperio Romano encabezado por Carlos V. “Ardiente coche del sol”, la nao Victoria, que en la Soledad Primera es también un barco varado, yaciendo como colosal reliquia en los astilleros sevillanos: “Esta pues nave ahora / en el húmido templo de Neptuno / varada pende a la inmortal memoria / con nombre de Victoria” (ibídem: 295). Fórmula anfibológica que Robert Jammes, por ejemplo, ha traducido como: “Esta nave, varada, pende ahora en el húmedo templo de Neptuno, con el nombre de Victoria, para eterna memoria de este suceso” (ibídem: 295). Por otras palabras, Jammes pone de relieve la imagen de la nave como ex-voto de la inmortalidad.

Sin embargo, la acepción metaforizante del verbo ‘pender’ no cancela el sentido literal que sugiere y refiere ‘suspensión’. En la anotación que el mencionado hispanista hace de este lugar del poema, asevera: “varar una nave es encallarla en la arena, fuera del agua, pero no suspenderla [en el aire], cosa que además hubiera sido imposible con embarcaciones de este tamaño” (ibídem:294). Se intenta resolver, así, un consabido problema: el de saber si efectivamente el navío estuvo en los astilleros de Sevilla. Jammes, así, recoge la disparidad de testimonios al respecto legados por la tradición exegética del poema. Vale la pena hacer una brevísima descripción de estos testimonios. Interesan porque podemos con ellos, y el uso que de ellos hace un lector como Jammes, acercarnos a los problemas inherentes a una lectura sobredeterminada por la demanda de un ‘referente’ para lo poético y, asimismo, permitirán empezar a conformar lo que podemos entender por una ‘superficie iluminada’ y una ‘imagen dinamógena’.

Hay, entonces, dos partes en la interpretación de Jammes. Primero busca testimonios, es decir, criterios externos de veridicción que permitan clarificar la imagen del poema; en segundo lugar, concibe que la fórmula de la imagen –“varada pende”– es “contradictoria a primera vista”; en tercer lugar, y en cualquier caso, la clarificación del ‘enigma’ que considera encerrar la imagen gongorina será resuelto por la prioridad ontológica del dehors text –del afuera del texto, de la ‘realidad’– con la relación al enunciado poético: la realidad, por consiguiente, determinará el sentido de la imagen.

Así, empieza por citar a Pellicer para quien “Las reliquias de la nao Victoria se guardan en Sevilla, con razón, para la posteridad; y así lo refieren, sobre haberlas yo visto” (ibídem). Testigo ‘coetáneo’ –José de Pellicer publica unas muy conocidas Lecciones solemnes a las obras de don Luis de Gongora y Argote en 1630– que afirma haber visto las reliquias, contrasta con otro testimonio, el de García Salcedo Coronel, de quién entre 1629 y 1648 sale a la luz una edición comentada de las Soledades. Salcedo Coronel, no obstante, infirma la presencia de la nave en los astilleros sevillanos: “En memoria de esta hazaña dicen que se conserva [la nave Victoria] hoy en Sevilla; no la he visto, aunque nací en aquella ciudad” (ibídem). Visto y no visto, ver o no ver la nave, he aquí el meollo de la cuestión.

¿Cómo lo resuelve Robert Jammes? Lo hace echando mano de la autoridad de un gongorista, Antonio Carreira, concretamente de la edición antológica de obras de Góngora que publicó en 1986. “Antonio Carreira –asegura Jammes– en su Antología, nos proporciona las precisiones que faltaban”, que no son otras que una adnotatio, una nota de pie de página, a la Historia general y natural de las Índias del historiador de Índias Gonzalo Fernández de Oviedo. Esa nota dice así: “Esta nao Victoria estuvo varada en tierra en Sevilla en la güerta de las Atarazanas del rey; y allí la vide el año de mill é quinientos é ochenta, que se fabricaban barcas, para la jornada de Portugal; della han quedado algunos pedazos vivos” (ibídem). Bueno debo advertir que no estoy citando esta nota por la reproducción que de ella hace Robert Jammes en su edición. Lo hago a partir de la consulta y cita de la obra de Fernández de Oviedo que hizo Amador de los Ríos en el ano de 1851 en la Imprenta de la Real Academia Española (cf. 1851). Jammes cita a Carreira que citaría, supuestamente, a Gonzalo Fernández de Oviedo. Algo imposible, claro está, porque falleció antes del año de 1580, explícitamente mencionado en la susodicha nota (murió en 1557). Carreira, y en su estela Jammes, pudieran haber advertido, consultando la edición de Amador de los Ríos, que esta nota es una aposición posterior. Afirma Amador de los Ríos, quien esclarece: “En la margen derecha del códice original, y al fin ya de este capítulo, se lee la siguiente nota, curiosa e importante, por referirse a la nave que dio la vuelta al mundo” (Fernández de Oviedo, 1851: XX). Ahora bien, no es una adnotatio completamente fiable, Amador de los Ríos lo sabe y lo dice: “Se ignora quién pudo ser el autor de esta peregrina noticia: por el carácter de la letra se advierte, sin embargo, que hubo de escribirse la preinserta nota muy a fines del siglo XVI o a principios ya del XVII” (ibídem,libr. vi, cap. xl: 231). Una nota anónima, pues, que ciertamente no resuelve el problema de interpretación de Robert Jammes.

Quizás lo mejor sea regresar al texto gongorino y considerar que los versos admiten también la posibilidad de leer en ellos la ‘imagen’ de una embarcación varada que ‘pende’ de la inmortal memoria del suceso, una nave, en suma, que es masa suspendida ‘de’ la inmortalidad y no propiamente ex-voto ‘para’ la memoria imperecedera. Versos que no hacen la laudatio de los héroes navegantes pero sí de un objeto, de una ruina inmóvil, de una trozo de materia quieta, que es celebrada, sin embargo, paradójicamente, por su pasado dinámico, su función mercurial, su naturaleza ligera y veloz. Abundan, como sabemos, los poemas siglodoristas dedicados a embarcaciones, como muy bien ha estudiado Mercedes Cobos. Merece especial referencia, en este sentido, la Silva de la Nao Victoria, de Soria Galvarro, poema gongorizante compuesta en 1628. Villamediana dedicaba, a su vez, epítetos a la nave da viajera de Fernão de Magalhães y Sebastián Elcano, por ejemplo “Este en selva inconstante alado leño” o “Ligurino Jasón, abeto alado” (apud Cobos 1997: 36). ‘Leño’ como ‘barco’, sinécdoque clásica de ámbito náutico. En latín clásico, lignum tanto puede referenciar ‘madera para quemar’ como ‘embarcación’. Recordemos, en este particular, a nuestro Camões en un verso como “por mares nunca d’outro lenho arados”. Y también pinus, hoy ‘pino’ y abies, hoy ‘abeto’, corren ampliamente a partir de quinientos con la acepción marinera, por cierto ya habitual en la poesía latina como pone de manifiesto un ensayo de José Luís Herrero Ingelmo (cf. 1995: passim).

La historiografía de las Indias Occidentales, dónde destacan cronistas como Pedro Mártir de Anglería, Fernández de Oviedo, López de Gómara, Antonio de Herrera o Bartolomé de Argensola, también conformaron la mitificación de la nave Victoria. Vale la pena subrayar el siguiente bellísimo lugar de la Historia natural y moral de las Indias, de José de Acosta, que cito a través de Mercedes Cobos: “¿Quien dirá que la nave Victoria, digna segura de perpetua memoria, no ganó la victoria y triunfo de la redondez del mundo, y no menos aquel tan hueco vacío y caos infinito que colocaban los filósofos debajo de la tierra, pues dio la vuelta al mundo y rodeó la inmensidad del gran Océano? ¿A quien no parecerá que con esta proeza mostró que toda la grandeza de la tierra, por mayor que se pinte, está sujeta a los pies de un hombre, pues un hombre la pude medir?” (apud Cobos 1997: 44). La geografía del Imperio, la geografía del orbe ibérico, expandida por el espacio antártico, somete a medición, somete a la razón de una escala, somete al cálculo de proximidades y distancias, el tamaño excesivo del globo en relación a toda y cualquiera representación suya, igual de excesiva –problema de toda representación, siempre excediendo el objeto y produciendo un objeto que la excede.

En el brevísimo pero portentoso párrafo de José de Acosta –por lo menos así lo leo yo– el métron que gradúa el espacio, como podemos constatar, son los ‘piés del hombre’. Pero recordemos –y hacer memoria de esto es fulcral– que se trata de un hombre –llámesele Magalhães o Elcano– que, no obstante, es tan sólo la figura del hombre que, en el cronotopo por el cual responde el ‘globo metafísico’, representa la sumisión del orbe terrestre al orden teológico-político del cuerpo místico sacro-católico: el Monarca. La cabeza del así llamado y conceptualizado cuerpo político era justamente ese punto trascendental arquimediano –un cuerpo arquimediano, en lenguaje de la matemática, es un cuerpo ordenado que no tiene elementos infinitesimales– que producía un modelo de mundo autoevidente, ápice máximo legislando el lugar de las cosas y de los seres; en fin, imponiéndoles una ontología estable y previsible.

Un vértice u ángulo inconmensurable que, en realidad, carecía propiamente de un lugar localizado, a raíz de su carácter absoluto y no relativo: punto trascendental, pues, de emanación de la Verdad. En su dimensión ‘estética’ o ‘simbólica’, ese punto trascendental ‘lugar no localizado’ de la cual emanan todas las líneas, todos los trazos, todas la rayas que marcan el mundo –sus rutas, sus límites–, nos ha sido devuelto mediante la imagen de una cabeza. Una cabeza que todo lo mide, que metrifica, somete al métron.

En este sentido, aquella cabeza que en el famoso grabado, atribuido a Abraham Bosse, acabará sirviendo de frontispicio al Leviatán de Thomas Hobbes, publicado por primera vez en Londres en 1651. Como he subrayado anteriormente,ya ha sido ampliamente llamada la atención sobre el hecho de haber un inmenso corpus de poemas barrocos dedicados a objetos como la nave Victoria. Empiezo por aquí, por la coseidad y objetualidad de la embarcación. Una nave es una cosa que una serie de operaciones conforman como objeto, tal como también lo es un poema. Una embarcación, en su condición de cosa, ocupa un lugar, como la nao Victoria figura yacente de los magistrales versos de Góngora. Asimismo, los versos de la Soledad Primera también yacen en una página, superficie de inscripción dónde, como propusiera Vilém Flusser, el mundo cuadrimensional se aplana en una superficie bidimensional (cf. 2007). Por otra parte, la nao Victoria es, como hemos visto formulado por José de Acosta, un instrumento de medición que metonimiza los ‘pies del hombre’. El poema, a su vez, también tiene ‘pies’, es decir, unidades métricas. Magalhães o Elcano, medidores del mundo o Góngora, medidor de sílabas, son, entonces, cartógrafos de una espacialidad conquistada. Estos cartógrafos –más activos, los unos; más contemplativo, el otro– tienen como fuente de legitimación el punto arquimediano que es la susodicha cabeza del Monarca.

La ontología del cartógrafo ‘moderno’, es decir mercatoriano, es un poderoso analogon de un otro medidor, el metrificador silábico a que llamamos ‘poeta’. He estado hablando de poesía, aunque no lo parezca, porque he estado hablando del régimen de la inventio en la modernidad. El cartógrafo como poeta, y ahora también –como promete un semejante título–, el poeta como cartógrafo.Lo que estoy intentando argumentar e importa para el tema propuesto –cruzar poesía, sus determinaciones materiales, y la imaginación de lugares y espacios en la poesía peninsular de los siglos de oro–, es que en el perímetro u círculo máximo del llamado corpus mysticum determinado por esa relación vertical de sometimiento, no hay solamente sujetos, hay también cosas y objetos: naves y poemas, por ejemplo, determinados por sus materialidades e imaginaciones que esas materialidades permiten.

Todo pasa, pues, por leer a contrapelo la imagen de Leviatán ya aludido, siguiendo la sugerencia Bruno Latour: “In addition to the throng of little people summed up in the crowned head of the Leviathan, there are objects everywhere” (2005: 16). En la representación del cuerpo político hay personas y hay objetos, si bien la tradición de la filosofía política haya atendido predominantemente al primer término. Un mapa de lo ‘político’ requerirá, entonces, los objetos, siendo que sólo así podremos aspirar a producir una alternativa teoría de la res publica. Bruno Latour propone, en fin, que es precisamente la res que hace lo ‘político’.

Tenemos, entonces, para recapitular y sintetizar lo que ya he dicho: un poeta y un poema, un navegador y una nave, un Monarca y un Imperio. Conforman, entre todos, un ‘espacio’ político, cuya representación simbólica puede tener en la cartografía, en la topografía, un poderoso analogon, que podemos re-describir como métrica del mundo; enmarañando todo, la espacialidad de este espacio siempre móvil es determinada por las relaciones de proximidad y distancia, quietud y movimiento, permanencia y fugacidad, resistencia y labilidad que se establece entre sujetos y objetos, estos últimos, además, en posiciones conmutables e indiscriminadas en el acto de conocer e imaginar. Si he detonado mi glosa con estos apuntes de varia filológica, histórica, hermenéutica y de resistencia de los materiales a todo ello, es porque la imagen de una nave varada, ruina y túmulo, materia ígnea, objeto suspendido y visión suspensa, me permite hacer una entrada en el archivo poético siglodorista, en la poesía de ese cronotopo mayor del sistema interliterario peninsular de los siglos XVI y XVII.

Referencias:

ASENSIO, Eugenio (1982): “Los Lusíadas y las Rimas de Camões en la poesía española (1580-1640)”, in Eugenio Asensio e José V. de Pina Martins, Luís de Camões. El humanismo en su obra poética. Los Lusiadas y las Rimas en la poesía española (1580-1640), Paris, Fundação Calouste Gulbenkian, pp. 38-94.

COBOS, Mercedes (1997), Las Indias Occidentales en la poesía sevillana del siglo de oro, Sevilla, Universidad de Sevilla.

Fernández de Oviedo Y VALDÉs,Gonzalo (1851), Historia general y natural de las Índias, ed. Amador de los Ríos, Madrid, Imprenta

FlÜsser, Vilém (2007), Towards a Philosophy of Photography, London, Reaktion Books.

GÓNGORA, Luis de (1994), Soledades, ed. Robert Jammes, Madrid, Castalia.

HERRERO INGELMO, José Luis (1995), “Leño, pino, abeto... Sinécdoques clásicas en los siglos de oro”, Voces, VI, pp. 41-52.

[1]A este respecto, sintetizó magistralmente Eugenio Asensio: “El Peregrino de amor no se embarca para los países recientemente descubiertos, ni es hombre de acción, mas si contemplador estético que se complace en cenas de fiestas, cazadas insulares y selvas venatorias. Sin embargo, el moralista de la renuncia a los viajes no sofocó la fascinación del poeta por la extrañeza de los nuevos territorios y de los trabajos dignos del mito. Los progresos de la náutica y de la cosmografía seducen la imaginación que demanda lo maravilloso. A medida que el discurso del Serrano avanza, aumenta la ambigüedad, nos damos cuenta del contraste entre la condenación explícita del moralista y el estimulante colorido implícito en las metáforas, en las asociaciones estéticas y la fascinación decorativa de la atmósfera” (1982: 74).