La publicación colectiva recoge los resultados parciales del grupo de investigación de la Universidad de Salamanca «Inscripciones Literarias de la Ciencia», ILICIA, cuya responsabilidad principal recae sobre la organizadora de la compilación, Amelia Gamoneda. Sus cinco autores son profesores de literatura o teoría literaria comprometidos en el estudio de las relaciones entre las ciencias del lenguaje (de la semiótica a la teoría literaria) y las ciencias «puras y duras» en el pasado reciente y en la actualidad. El objetivo explícito del equipo es «desarrollar instrumentos críticos novedosos, enmarcándolos en las nuevas humanidades y buscando acotar nuevos campos interdisciplinares en los estudios literarios». Se pretende, en tal sentido, buscar áreas de convergencia con las ciencias formales (matemáticas) y naturales (neurociencia y biología) en un marco presidido por la filosofía de la ciencia (epistemología). Remitimos a las informaciones disponibles en la página web del proyecto (www.ilicia.es) para centrarnos en el libro.
Tanto el capítulo introductorio, significativamente titulado «Común lugar», como el resto, hacen pivotar sus reflexiones sobre el mecanismo cognitivo de la analogía y sus implicaciones lingüísticas. En el sustrato de los signos, del pensamiento sobre el mundo y su comunicabilidad, arraigan los distintos desarrollos de la obra. Cada uno a su modo pone en relación la actividad científica y la literaria.
Francisco González Fernández se centra en la obra de un insigne matemático con una concepción universalista del saber, Henri Poincaré, cuya obra escrita es paradigmática del necesario influjo mutuo entre tareas propiamente literarias, como la invención o la traducción, y la producción de conocimiento científico. Al mismo tiempo y en sentido inverso, desarrollos matemáticos como los que ofrecen las geometrías no euclidianas o la topología se constituyeron en palancas de enorme vigor poético. En estas páginas descubrimos la faceta escritora de científicos como Galileo, o viceversa, el caso del profesor de matemáticas Charles Dodgson, alias Lewis Carroll, no por conocido menos interesante; y no dejamos de sorprendernos por el hecho de que el Romanticismo rindiese frecuentes tributos a las matemáticas, vinculándolas a conceptos tan «literarios» como la intuición o la analogía.
Por su parte, Amelia Gamoneda, partiendo de una selecta, nutrida y actualizada bibliografía en la que destacan las contribuciones de Frank Varenne, se adentra en territorios epistemológicos para intentar entender los grandes cambios que se están produciendo en la práctica científica actual: abandono del historicismo en la filosofía de la ciencia, declive de la racionalidad aristotélica, la sustitución de los modelos (de raigambre lingüística) por las simulaciones (computacionales), el paso de lo sintáctico-semántico a lo pragmático, etc. Y es que, según ella, hoy día «la ciencia ha de ser diacrónica al tiempo que sincrónica, el científico es parte implicada en la propia ciencia, esta ve su progreso condicionado al ritmo de los avances tecnológicos y es, en suma, presa de las prácticas culturales» (p. 97). Termina Gamoneda con una breve consideración sobre la metáfora: modalidad directamente derivada de la analogía, cuando no directamente identificada con ella. Si, en virtud de su potencial cognitivo, el pensamiento analógico nos permite acceder a lo desconocido a través de lo conocido, la metáfora constituye una excelente herramienta «para entender parcialmente lo que no se puede entender en su totalidad», en palabras de Lakoff y Johnson. Deja abierta así la puerta a otro escenario de reflexión en el que se enfrentan cuerpo a cuerpo el lenguaje, el arte y las ciencias.
En el capítulo titulado «La razón vital de la semiótica», Manuel González de Ávila reivindica un nuevo estatuto para una disciplina tan necesaria, desgraciadamente arrinconada en el amplio cajón de sastre de las humanidades. Es necesario a tal fin apostar por ella como «proyecto científico» que la reinstale académicamente, haciéndose cargo de «su peculiar combinación de racionalismo y vitalismo, de explicación y comprensión, y de su extenso alcance antropológico» (p. 211). Así entendida, sería más bien una «interdisciplina» con voluntad de integrar la vivencia de
los sujetos, su experiencia encarnada, en el universo cultural. Inmune al desaliento posmoderno de la fragmentación o la renuncia al conocimiento, la semiótica ha de asumir hoy la necesidad del holismo interpretativo y reconocer que las bases cognitivas de la racionalidad humana (con el pensamiento analógico en primer plano) son, si no completamente universales, al menos suficientemente transculturales.
En el apartado más ligado a la práctica literaria, Pedro Serra pone a prueba el «trabajo de la analogía» de Cuesta Abad y la «epistemología de la metáfora» de Paul de Man, entre otras propuestas de la teoría estética, en la producción poética (incluso metapoética) del escritor brasileño Paulo Henriques Britto. Se desvela tras el análisis de sus versos «la potencia y la actualización de la poesía como ‘arquitectura’ y como ‘balística’, como posibilidad e imposibilidad de la epifanía, en el fondo, de la presencia a través del lenguaje» (p. 245). Es precisamente en una noción de epifanía como acto sensible donde Serra hace descansar las valencias heurísticas y hermenéuticas de la analogía en la casa común del conocimiento, por más que el poético sea en rigor ‘reconocimiento’.
Cierra el libro el capítulo firmado por Patricia Cifre Wibrow sobre la relación epistolar entre Sigmund Freud y Arthur Schnitzler, o más precisamente sobre los estudios acometidos sobre los testimonios textuales de esa relación. El objetivo es explorar los usos y abusos de la analogía en el terreno en el que convergen ciencias y humanidades, ese mismo en el que nace y crece la investigación interdisciplinar. Las conclusiones no son muy alentadoras a la vista de los trabajos analizados; por una parte, las analogías «acaban siendo instrumentalizadas para remarcar lo que hay de diferente entre lo que inicialmente parecía semejante, y dicha comparación acaba derivando en contraposición» (p. 302); por otra, los estudiosos son prisioneros en demasía de sus vínculos con la disciplina de partida, «rígidas compartimentaciones establecidas por estructuras académicas heredadas» y «filiaciones científicas asumidas en el transcurso del proceso académico de construcción identitaria» (p. 303). La mejor salida sería la inserción de métodos, códigos y procesos discursivos en un campo de investigación común. ¿Hay algo de esto en la obra que nos ocupa?
Aunque la práctica de la investigación interdisciplinar plantea numerosas dificultades, en este libro se han conseguido varios objetivos importantes. Por un lado, el traer al ejercicio docente e investigador de los estudios literarios aportaciones enriquecedoras. Por otra parte, los estudios aquí agrupados, tanto los más especulativos como los que aplican los problemas teóricos al análisis de textos, contribuyen a un mejor conocimiento de un objeto imposible de aprehender desde una única perspectiva, dado su carácter cognitivo, lingüístico y, en último término, cultural. Por tal razón estimo que nos encontramos ante una obra que será referencia inexcusable en la investigación sobre la analogía. Al mismo tiempo y como se deja ver en el subtítulo, estamos ante una obra con planteamientos muy sugerentes sobre el campo de intersección entre los dominios literario y científico.
En efecto, las ciencias y la literatura nos ofrecen dos itinerarios diferentes de interpretación de la experiencia humana. Del arsenal de representaciones con que los hombres pretenden aprehender la realidad (sea lo que sea lo que así designamos), la literatura nos provee de aquellas que son resultado del trabajo con la palabra, mientras que las representaciones científicas son ante todo instrumentos de dominio. Son dos vías de acceso a lo real, dos modalidades de conocimiento. Y responden a prácticas sociales distintas, hasta cierto punto incompatibles, pero en cualquier caso sometidas a las mismas determinaciones históricas y tecnoeconómicas… A este respecto nos recuerda Patricia Cifre, en el capítulo de cierre, que la correspondencia entre Freud y Schnitzler saca a relucir la voluntad explícita de deslindar la práctica de la ciencia de la escritura literaria: Freud se empeñaba en negar que su correspondiente, novelista reconocido, ocupaba también un lugar prominente en la investigación médica de la época, y de hecho había compartido formación inicial con el fundador del psicoanálisis.
Al final los científicos, por más que se sirvan de diferentes metalenguajes en sus quehaceres, han de comunicarse entre ellos y con el resto de la sociedad mediante lenguas naturales, y por tanto usar los recursos retóricos que estas ponen a su disposición, con la analogía y la metáfora como elementos nucleares. Se trata, en todo caso, de dos «juegos de lenguaje» diferentes, con
distintas reglas pero con elementos comunes. Como nos recuerda González de Ávila citando a Paul Ricoeur, «las formas narrativas tienen su origen en la práctica social, y que son un capítulo de la teoría de la acción, y no una más de las presuntamente innatas ‘facultades del alma’, lo que marca los límites de la racionalidad logicista» (p. 208).
Son destacables los valores estilísticos del libro, los autores (unos más que otros) parecen haberse esforzado en aproximar al registro literario las disquisiciones teóricas. Sorprende en ese sentido la profusión de figuras retóricas de todo tipo: personificaciones, hipálages… y por supuesto metáforas. El propio título del libro juega con la polisemia de la palabra «espectro»: si por un lado la analogía se muestra de forma fantasmática, por otro la amplia extensión de su registro cognitivo abraza el quehacer literario y el científico en común ímpetu cognoscitivo.
Se pueden señalar también algunas limitaciones. A pesar del empeño conjunto en cuanto a la exploración de la analogía como nudo gordiano gnoseológico, es inevitable percibir una cierta falta de armonía entre los diferentes capítulos. Esto se acusa notoriamente en el cotejo de las bibliografías respectivas, donde apenas hay coincidencias. Las ciencias sociales no son tenidas en cuenta por los autores del libro, salvo en el encuadre reivindicado para la semiótica por Manuel González; ojalá tengan mejor atención por ILICIA en un futuro próximo. En definitiva, dada la amplitud temática y la profundidad de los enfoques respectivos, no estamos ante una obra fácil en su conjunto, aunque el lector curioso encontrará en cada capítulo provechosas y sugestivas aportaciones para orientarse en tiempos de saberes entrecruzados.
José Ignacio Monteagudo
UNED. Centro Asociado de Zamora
ISSN 0214-736X,
Nº. 15, 2016, págs. 227-229